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Por Vicente Alonso-Fontelos
El monstruo de la dictadura franquista puso muchos huevos que, estamos descubriendo después de treinta y siete años, continúan eclosionando en forma de una escandalosa corrupción política en España. Con una peculiaridad: casi todos los actores participativos en tal acción delictiva, pese a ser políticos de nuestra joven democracia, se formaron en aquella aciaga cosecha.[1]
El monstruo de la dictadura franquista puso muchos huevos que, estamos descubriendo después de treinta y siete años, continúan eclosionando en forma de una escandalosa corrupción política en España. Con una peculiaridad: casi todos los actores participativos en tal acción delictiva, pese a ser políticos de nuestra joven democracia, se formaron en aquella aciaga cosecha.[1]
De momento, y dado que no se puede pedir la retirada de la esfera pública de todo aquel que a la muerte del dictador tuviera más de veintiún años –aunque no estaría de más su paulatina retirada antes de que se ocupe la biología–, se podría impedir que los hijitos del monstruo afeen nuestra nuestro presente con su retorcido pasado. También cerraríamos el paso, de una vez por todas, a la impunidad que aún pervive implantada en nuestro inconsciente colectivo y se reproduce en el carrusel de sonoros casos de corrupción: desde la del yerno del Rey, a la del tesorero de un partido político, impidiendo que los millones de euros amamantados al calor de su regazo terminen en las sendas alpinas, en vez de, por ejemplo, en la reparación material y moral ‒con cruz y honra‒ de los inocentes sepultados aún en las cunetas de España. En estos tiempos de esperpento, sólo nos faltaba ya que los muertos saliesen de sus tumbas pidiendo la justicia que nunca tuvieron.
Recapitulando sobre los difíciles
años de la llamada Transición en este país, y pese a los logros conseguidos en
aquella importante tarea, nos topamos con un error de bulto: se combinó la
concordia con la impunidad. Ninguna democracia puede aplicar soluciones de
punto final a los participantes en el sostenimiento de la represión cotidiana y
asesina en semejantes regímenes políticos, y debe juzgarlos por delitos de lesa
humanidad, como se está haciendo en Argentina.
Además, debe inhabilitar a los partícipes fundamentales en la construcción de
la arquitectura del horror. Y nunca, jamás, homenajear a los colaboradores por
omisión, sean arquitectos, jueces, maestros, obreros, sacerdotes o vedettes. Tal error implanta en el seno
de una sociedad democrática un virus perverso, ante el cual algunas
constituciones europeas se protegieron justamente y con rapidez ‒como hizo Italia
tras la Segunda Guerra Mundial‒, con el fin de instaurar la ejemplaridad.[2] Esta
es la única fórmula para lograr la implantación de una cultura democrática en un pueblo: ningún crimen, asesinato, violación,
maltrato, vejación, robo, secuestro, humillación, delito, en suma, se perdonará
con una declaración de buenas intenciones y una oración por el futuro.
Muchos de los que aún no tenían
la mayoría de edad cuando fue aprobada la Constitución española, en 1978, consideran
necesario afrontar una reforma de nuestro sistema democrático, una vez que
estos coetáneos no tienen hipoteca alguna con el pasado ‒dada la inexistencia o
la ya desaparición de familiares implicados en la dictadura‒; ni la entonces
urgente necesidad de los partidos en la obtención del poder político ante la
amenaza del poder militar de la dictadura. Esta inclusión de las nuevas generaciones
en aquel contrato social, llamado Transición, sería una forma de cerrar la
etapa negra de nuestra historia, y de implantar la ejemplaridad
como una categoría política en nuestra sociedad. El filósofo Javier
Gomá hablaba de “recuperar la noción de ejemplaridad
política en el seno de la teoría democrática”. Ya, pero ¿y si en España, en
realidad, estábamos huérfanos tanto de una como de la otra?
[1] No hay que olvidar que, en el origen y consolidación
del desarrollo de prácticas corruptas, también existe un sustrato cultural
previo que, en ocasiones, tiene que ver con una ética económica premoderna y una
desconfianza en la ética de las instituciones y de la sociedad en general. (Lamo
de Espinosa, 1997, en Manuel Villoria y
Fernando Jiménez. La corrupción en
España (2004-2010): datos, percepción y efectos).
[2] XII Disposición Transitoria y Final de
la Constitución de la República Italiana de 1948: Se prohíbe bajo cualquier forma posible la
reorganización del disuelto partido fascista. Por excepción a lo dispuesto en
el artículo 48, se establecerán por ley, durante período no superior a un
quinquenio desde la entrada en vigor de la Constitución, limitaciones
temporales al derecho de voto y a la elegibilidad para los jefes responsables
del régimen fascista.
Creo que seguir remontándonos a los tiempos del franquismo es un error, han pasado tantos años de democracia como de la dictadura, hay que olvidarnos de tanto franquismo y mirar el futuro y superar la crisis que tenemos. Y al que la haga en nuestra democracia, que la pague, y ya esta.
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