La prueba Trinity, realizada a las 05:29:21 del 16 de julio de 1945, en el Desierto Jornada del Muerto (Nuevo México), fue la primera explosión nuclear de la historia. La imagen reproduce la detonación de la bomba sucedida a los 0.025 segundos, donde se aprecia la formación de una semiesfera con una altura en torno a 200 metros. © Copyright 2015 LANS, LLC. |
Por
Vicente A. Fontelos
A lo largo de la historia de la humanidad, siempre se
ha entendido que uno de los pecados mortales de lo político era que la
existencia de todo un pueblo fuera arrasada; incluidos la destrucción de los
muros de su ciudad, el asesinato de toda la población masculina adulta y el
sometimiento a la esclavitud del resto de la población. Y aunque ese hecho
hubiera ocurrido antes de la Edad Moderna, es fundamentalmente en el tiempo
transcurrido durante los siglos de ésta cuando dicho ejemplo de aniquilación se
suponía desterrado de la acción humana. Hasta entonces, según Hannah Arendt, el
poder de destruir y el poder de producir se equilibraban como en una balanza.
La fuerza que destruía el mundo y ejercía violencia sobre él aún era la misma
que la de nuestras manos, que intervenían vulnerando la naturaleza y
aniquilaban algo natural para crear dicho mundo —por ejemplo, la tala de un
árbol para obtener madera y producir alguna cosa con dicho material[1].
Pero el descubrimiento de la energía atómica podría alterar esta situación, ya que no se ponen en marcha procesos naturales sino métodos que no son terrenales. Estos procesos provienen del universo que rodea a la Tierra, y el hombre, al violentarla, ya no se comporta como un ser vivo, sino como un ser capaz de crear el universo. “El horror que se apoderó de la humanidad cuando supo de la primera bomba atómica fue el horror ante esta fuerza (en el sentido más verdadero de la palabra sobrenatural) procedente del universo”[2]. La predicción de Nietzsche, en Así habló Zaratustra: «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!», se vio de pronto confirmada.
Pero el descubrimiento de la energía atómica podría alterar esta situación, ya que no se ponen en marcha procesos naturales sino métodos que no son terrenales. Estos procesos provienen del universo que rodea a la Tierra, y el hombre, al violentarla, ya no se comporta como un ser vivo, sino como un ser capaz de crear el universo. “El horror que se apoderó de la humanidad cuando supo de la primera bomba atómica fue el horror ante esta fuerza (en el sentido más verdadero de la palabra sobrenatural) procedente del universo”[2]. La predicción de Nietzsche, en Así habló Zaratustra: «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!», se vio de pronto confirmada.
Con Hiroshima se sobrepasó, quizá
por primera vez en la Edad Moderna, "una limitación inherente a la acción
violenta, limitación según la cual la destrucción generada por los medios de
violencia siempre debía ser parcial, afectar sólo a algunas zonas del mundo y a
un número determinado de vidas humanas pero nunca a todo un país o un pueblo
entero"[3].
Si la guerra total y de aniquilación
tenía su origen en los totalitarismos, a los que estaba indefectiblemente unida
como única forma de adecuación a su ideología bélica de aplicación del horror;
resulta paradójico que, finalizando la II Guerra Mundial, los países
gobernados de forma totalitaria impusieran esa filosofía al mundo no
totalitario. Se abría ante el hombre una nueva era que, tal vez, marcaba el fin
del espíritu de la Ilustración:
Esa manifestación fue prontamente narrada en el
periodismo y la literatura.
Como un excelente ejemplo del primer género, tenemos
el artículo Hiroshima, de John Hersey, publicado en la edición
del 31 de agosto de 1946 de The New Yorker y después en formato de
libro. El título del capítulo primero, “A Noiseless Flash” y, el final del
primer párrafo, son suficientes para describir ese pavor que se abría
ante la nueva Era:
—¿No puedo leer algunas páginas de su manuscrito? ¿En
qué está exactamente? —preguntó Enrique aquella tarde en que sentado a la sombra de un café en
Valencia [Francia] esperaban que el calor cediera.
—Escribo un capítulo sobre la idea de cultura —dijo
Dubreuilh—; ¿qué quiere decir ese hecho de que el hombre no pare de hablar de
sí mismo? ¿Y por qué ciertos hombres deciden hablar de otros? En otros
términos, ¿qué es un intelectual? ¿Esta decisión no hace de ellos una especie
aparte? ¿Y en qué medida la humanidad puede reconocerse en la imagen que se da
de sí misma?
—¿Y cuál es su conclusión? —dijo Enrique—. ¿Qué la
literatura conserva un sentido?
(...)
—¿Qué cuerno le importa a la gente lo que yo pienso o
lo que yo siento? —dijo Enrique—. Mis miserables historias no interesan a
nadie; y la gran historia no es un tema de novela.
—Pero todos tenemos nuestras pobres historias que no
interesan a nadie —dijo Dubreuilh—; por eso nos encontramos en las del vecino,
y si sabe contarlas, finalmente interesa a todo el mundo.
(...)
—Pongamos que un día todo eso recobrará un sentido
—dijo Enrique—. ¡Por el momento hay tantas cosas más importantes!
—Pero eso tiene un sentido hoy —dijo Dubreuilh—.
Cuenta en nuestras vidas, entonces tiene que contar en nuestros libros —agregó
con brusca irritación—. ¡Parecería que la izquierda está condenada a una
literatura de propaganda en la cual cada palabra debe ser edificante!
—Ah, no me gusta ese género de literatura —dijo
Enrique.
—Ya lo sé, pero no ensaya otra cosa. ¡Sin embargo, hay
de qué ocuparse! (...) Las experiencias personales, lo que usted llama
espejismos, existen. [6]