Por Vicente A. Fontelos.
Debemos comenzar a
tomarnos en serio las estrategias contrarrevolucionarias, en los intentos de
institucionalización de un Estado contrario a la democracia, al estilo de la
lanzada en los últimos días por la «duquesa de la Corrupción», Esperanza
Aguirre. Al autocalificarse como liberal, tal vez ignore la importante parte de
radicalismo democrático incluido en el bagaje ideológico de pensadores y políticos
como Thomas Paine o Thomas Jefferson. Por supuesto, además, desconoce el origen
de la palabra «soviet» (asamblea o consejo, en ruso). También incluirá a Michelle
Obama como activista comunista por su dirección, en Chicago, de una organización sin ánimo de lucro, Public Allies,[1] cuyo
objetivo es la elaboración de estrategias de participación cívica en la
búsqueda del «liderazgo» (talento, en catalán), para el desarrollo de
colectividades con necesidades sociales.
Históricamente, el
gobierno de la élite ha concebido la idea de la democracia como su antítesis y
su enemigo natural. La «tiranía de la mayoría» y el fantasma del «socialismo» suelen
ser las proyecciones lanzadas por los conservadores, los líderes empresariales
o los pensadores de los think tanks
de la derecha «intensa», cada vez que surge entre la ciudadanía una oportunidad
de control gubernamental de sus prácticas corruptas; o la coyuntura real de
mejorar las oportunidades de la sociedad mediante programas políticos apegados realmente
a la ciudadanía.
La realidad es que los verdaderos
ataques y amputaciones acometidos contra las libertades políticas, civiles y económicas en las sociedades democráticas, no han llegado de unas mayorías tiránicas
representativas de los pobres o de las clases medias, sino de los representantes
de esas élites mencionadas. En la castiza tradición política española, tan solo
tenemos que recordar ejemplos como «caciquismo» o «franquismo» para visualizar en
nuestra mente el núcleo de ese proceder.
El problema no proviene
realmente de las mayorías y su intención, según los maliciosos argumentos de
manipulación aireados por las élites, de una pretendida avidez por saquear tanto
a los privilegiados como a las arcas públicas ‒esto último lleva a los
españoles a la habitual sorna e ironía; pero, de una vez por todas, deberíamos
tomarnos los asuntos de corrupción no en forma de chiste sino con la seriedad
que requiere, comenzando por la intención de que tales casos sean juzgados por
magistrados populares elegidos por sorteo (a imitación de los antiguos y
democráticos dicasterión
griegos)[2].
El verdadero problema
de este país es el desaliento y la humillación surgidos en esas mismas multitudes,
a las que se embriagó con la esperanza de aplicación de economías o programas
sociales e igualitarios. Porque, al contrario que en la gran Crisis de 1929
surgida en EE. UU., los que se suicidan ahora en España no son adinerados
accionistas y financieros abatidos por la ruina, sino trabajadores de la tierra madre
que habían cumplido hasta el último punto de su contrato con la comunidad democrática
europea: contribución política, social, laboral, fiscal, financiera e hipotecaria.
Pero debemos volver a
recordar que gobierno y democracia pertenecen a una sustancia diferente dentro
de la naturaleza política. La primera es una forma de gestionar el poder y la
segunda un tipo de régimen o sistema político. No es una casualidad que,
actualmente, las élites dominantes pregonen el atractivo de la democracia, sin
otro fin que el de una intención, mediante la confusión en las anteriores concepciones,
dirigida a explotar el poder como un instrumento de control y desprecio hacia
las mayorías.
En las siguientes
palabras, resuena el cincelado martilleo de un mandamiento añadido a las Tablas de la Ley de Elites:
“La
educación liberal es el esfuerzo necesario para fundar una aristocracia dentro
de la sociedad de masas democráticas”.
Que no provienen de un antiguo
tratado del siglo XVII, sino de la cita en una obra de unos de los filósofos políticos
más influyentes entre los cargos en asuntos de poder exterior y militar del anterior
gobierno de G. W. Bush. Me refiero a Leo Strauss.[3] Y
desde luego, al igual que le ocurre a la “ex ministra de Cultura-analfabeta”,
E. Aguirre, su definición de educación «liberal» o justicia social, en nada se
asocian a los términos que acuñan otros modernos filósofos liberales como Dewey
o Rawls.
“La justicia es la primera virtud
de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de
pensamiento”. [4]
Para los straussianos,
«liberal» se identifica con «virtuoso», en la antigua acepción que la palabra virtud
(ἀρετῆ) tenía para los aristócratas griegos en tiempos de Homero: habilidad,
valentía, generosidad, dominio de sí, fama, bienestar, prestigio y «distinción».
Y en nada se asocia con la virtud democrática en el sentido impulsado, luego,
por las reformas de Solón en el siglo VI a. e. c.:
“Hay
muchos malvados que son ricos mientras que los buenos son pobres; pero nosotros
no les cambiaremos la virtud por su riqueza, porque la primera dura siempre,
mientras que los bienes de fortuna los posee ora uno, ora otro” [5] (Solón,
f. 4D).[6]
[1]
Public Allies (Aliados Públicos), es un programa de AmeriCorps que prepara a
los jóvenes para el liderazgo en el servicio público.
[2] Gregory Vlastos, “Solonian Justice”, Clasical Philology, XLI, APRIL, 1946, p. 72. “Here again Solon's statesmanship is true to the logic of his position as here interpreted: injustice, a public evil, affects everybody; therefore, justice, a public necessity, is everybody's business. The most radical institution of fifth and fourth-century Athens ‒the public dicasteries‒ is no more than a literal application of this very principle”.
[3] Leo Strauss, Liberalismo antiguo y moderno, Buenos Aires, Katz, 2007, p. 16.
[4] John Rawls, Teoría de la Justicia, 2ª ed., FCE, México, 1995, p. 17.[5] Francisco R. Adrados, Líricos Griegos, Madrid, 1981, p. 190.
[6] πολλοὶ γὰρ πλουτοῦσι κακοί, ἀγαθοὶ δὲ πένονται: ║ ἀλλ᾽ ἡμεῖς τούτοις οὐ διαμειψόμεθα ║τῆς ἀρετῆς τὸν πλοῦτον, ἐπεὶ τὸ μὲν ἔμπεδον αἰεί, ║χρήματα δ᾽ ἀνθρώπων ἄλλοτε ἄλλος ἔχει.
[2] Gregory Vlastos, “Solonian Justice”, Clasical Philology, XLI, APRIL, 1946, p. 72. “Here again Solon's statesmanship is true to the logic of his position as here interpreted: injustice, a public evil, affects everybody; therefore, justice, a public necessity, is everybody's business. The most radical institution of fifth and fourth-century Athens ‒the public dicasteries‒ is no more than a literal application of this very principle”.
[3] Leo Strauss, Liberalismo antiguo y moderno, Buenos Aires, Katz, 2007, p. 16.
[4] John Rawls, Teoría de la Justicia, 2ª ed., FCE, México, 1995, p. 17.[5] Francisco R. Adrados, Líricos Griegos, Madrid, 1981, p. 190.
[6] πολλοὶ γὰρ πλουτοῦσι κακοί, ἀγαθοὶ δὲ πένονται: ║ ἀλλ᾽ ἡμεῖς τούτοις οὐ διαμειψόμεθα ║τῆς ἀρετῆς τὸν πλοῦτον, ἐπεὶ τὸ μὲν ἔμπεδον αἰεί, ║χρήματα δ᾽ ἀνθρώπων ἄλλοτε ἄλλος ἔχει.
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